Comentario
El rey Juan II había sido el fundador de una nueva cartuja en las afueras de Burgos, utilizando unos terrenos donde poseía una residencia. En ella había decidido ser enterrado, pero en el momento de su muerte las obras estaban muy lejos de terminarse. El confuso reinado de su hijo Enrique IV no fue el más apropiado para terminar lo que ya era un importante centro religioso que albergaba una notable colección de pintura (Weyden), miniatura y orfebrería. Es Isabel, la hija de Juan II y hermanastra de Enrique, quien va a ocuparse personalmente en que todo termine convenientemente. La iglesia, cuyos planos iniciales eran de Juan de Colonia, será terminada por su hijo Simón, con la intervención poco relevante de otro arquitecto intermedio.
Alguna visita personal al lugar sirvió, probablemente, para que entrara en contacto con Gil de Silóe, quien en mayo de 1486 delineó los sepulcros de Juan II y su esposa, Isabel de Portugal. Sin que conste mención expresa de la voluntad previa del príncipe Alfonso, muerto tan prematuramente, la reina decidió añadir su sepulcro. En todo esto, además del deseo de que se cumpliera el anhelo de su padre, existe una voluntad política. Por una parte, se elegía al hermano y se dejaba de lado al hermanastro, contra el que aquél se había levantado. Por otra, por fin desde comienzos del siglo XV se fabricaban unos sepulcros de la familia real comparables a los numerosos y ricos de la prepotente nobleza castellana, en un tiempo de afirmación monárquica.
Muy probablemente la reina se reunió con el maestro para discutir el modelo propuesto. Había que ir más allá que en la tumba antigua de Alvaro de Luna, donde parece que existía alguna maquinaria que movía la imagen del condestable y su mujer en momentos concretos de la liturgia de la capilla. O de la forma de nave que había adoptado el de los Enríquez, Almirantes de Castilla, enterrados en el convento de clarisas de Palencia. Desde luego la elección de escultor no podía ser más apropiada. Gil de Silóe pensó en una planta de estrella de ocho puntas formada por el cruce de un rectángulo con un rombo, que elevado en altura daba lugar a dos prismas. En realidad, la colocación de los dos yacentes, separados por una pequeña crestería y mirando al altar, correspondía a la zona del prisma rectangular que hubiera sido normal en otros casos, pero la situación cambia al hacer que se interseque con él el prisma de base romboidal.
Aunque la estrella de ocho puntas que resulta es irregular, sugiere las bóvedas del mismo tipo entonces frecuentes en la arquitectura. La ubicación de los cuatro evangelistas en los vértices del rombo reafirma el recuerdo de tal sistema de cubierta, en cuyas bases ya desde el románico se colocaban los cuatro evangelistas. Lo que allí adquiría una dimensión cósmica detrás de la cual estaba Dios, aquí no debe dejar de leerse de manera similar, aun cuando el destinatario del símbolo es el propio monarca. Estamos en unos tiempos en que este lenguaje hiperbólico y atrevido es moneda relativamente frecuente. Recalcándolo, está otro signo similar: el cojín sobre el que apoya la cabeza del rey tiene un bordado que dibuja una especie de nimbo en torno a ella.
Estamos, por tanto, ante una obra en la que se pretendió sorprender por el capricho de su forma, pero donde se va más allá al adaptarla a una sacralización de la monarquía en la persona del débil Juan II. Por otra parte, al lado de este contenido básico está el propiamente religioso al que obliga su carácter funerario. La complejidad de planos que resulta de la intersección de los dos volúmenes, hasta un total de dieciséis, permite un extraordinario despliegue de motivos. El artista concibió la zona vertical como una profusa microarquitectura apoyada sobre leones cabalgados por putti, destacando los vértices en los que dejó lugar a grupos de figuras. Pero otras aún menores se despliegan en los doseles que cobijan pequeños nichos, receptáculos de la escultura principal. Es un mundo denso en forma y que a veces parece desordenado por excesivo, aunque no lo es.
Silóe trabaja el alabastro. Aparentemente, se encuentra más a gusto con él que con la madera. Obtiene efectos a los que no llega con aquélla, sobre todo esas calidades métricas táctiles a las que más arriba se hacía referencia. Supera los problemas que derivan de la fragilidad quebradiza del material y utiliza al límite su ductilidad. Extrema la destreza al tratar las telas gruesas que se calan desde el fondo o las franjas ornamentales excavadas previamente y convertidas en ramajes menudos de superficie rugosa o estriada, en un acabado final siempre exquisito. Aunque dispusiera de artistas expertos en ese tipo de trabajo, la sutileza del diseño y los acabados perfectos de algunos fragmentos parece que exigirían su intervención específica en ellos. Dejando aquellas zonas en las que es natural que así sucediera, como en los riquísimos trajes de los monarcas, también es posible que su mano estuviera presente en alguna de las franjas decorativas que enmarcan el perfil de la estrella. Es difícil encontrar un artista que se recree de tal modo en dominar el material y lo transforme en otros tan diferentes entre sí y respecto a él mismo.
La enorme forma estrellada se colocó significativamente en medio del presbiterio, seguramente dificultando la visión del altar y la liturgia monástica con él relacionada. Este problema ya preocupante en el siglo XIII, a juzgar por las disposiciones señaladas para evitarlo, se resuelve ahora con las capillas propias de ciertas familias, pero persiste cuando son iglesias monásticas las que se ven afectadas por el orgullo de los enterrados. Los Enríquez habían favorecido el convento de Santa Clara de Palencia y habían impuesto, como consecuencia, su monumento sepulcral en la cabecera, molestando la asistencia al culto de la comunidad. Otro tanto había hecho antes Gómez Manrique en Fresdelval en un monasterio que él mismo había creado y dotado espléndidamente, entregándolo a los Jerónimos. La reina Católica tenía precedentes. Seguramente por ello, cuando se lleve a cabo el retablo, el altar aparecerá elevado varios escalones respecto al suelo de la iglesia.
Siguiendo una tradición muy antigua, los enterrados, Juan II e Isabel de Portugal, están acostados, ligeramente vueltos hacia el exterior, de modo que sean así más visibles, aunque se den la espalda. Ella reza en un breviario o libro de horas, mientras él lleva signos de poder, además de los comunes de corona y manto real. Mientras se ha alabado el afiligranado encaje del alabastro en la zona de las telas, suele acusarse a los rostros de poco expresivos. Desde luego, es casi evidente que no se trata de retratos, no sólo porque el rey había muerto hacía mucho tiempo, sino que la reina era de mucha edad y sus facultades mentales no eran las apropiadas para que Gil de Silóe la hubiera visitado con el fin de hacer un retrato. Dicho esto, entiendo que como cabezas esculpidas ambas son magníficas y la escasa expresividad no es más que la severidad algo solemne que caracteriza toda la obra del artista.
Los cuatro evangelistas en los vértices del rombo de base son magistrales, tanto si se prefiere la torsión del tronco de san Marcos, la efébica presencia de Juan, el característico aspecto de retrato de Mateo o la elegante dignidad de Lucas. Al igual que los yacentes reales, salieron directamente de los cinceles de Silóe. Diversas figuras menores se sitúan sobre otros vértices, aunque no todas se conservan y algunas no pertenecían originalmente a ellos. La franja decorativa inclinada que bordea la forma estrellada, algo lastimada, muestra la maestría en el pequeño y prolijo detalle que siempre cuida con el mismo mimo que las partes más importantes.
La verja que sirve de protección al túmulo es también obstáculo incómodo a la hora de gozar el prodigio de las caras verticales esculpidas. Tal vez no exista otro monumento sepulcral que en esto se le pueda comparar. De los vértices en hueco salen contrafuertes y arbotantes, con alguna figura. De los salientes, haces de columnillas que sostienen grupos de figuras. Los situados al este y oeste, cabeza y pies, muestran a monjes cartujos en oración, probablemente pidiendo la salvación de los monarcas.
En medio de cada cara, un nicho se llena con imágenes exentas componiendo un programa iconográfico apropiado y, en buena parte, original. Es frecuente entonces la presencia de las virtudes que debe desarrollar y practicar el monarca. Hechas, se dice, con colaboración de taller, son figuras excelentes con atributos no siempre explicados, pero que parecen provenir preferentemente de la tradición francesa. Están además varios personajes notables del Antiguo Testamento, desde los más normales: Sansón, Daniel y David, a los menos frecuentes José o Esdrás. Donde el carácter salvífico se pone de manifiesto es en el grupo de la Piedad redentora y su anuncio en el Antiguo Testamento, el soberbio Sacrificio de Isaac. Completa todo una Virgen con el Niño. Aunque se ha pretendido distinguir la mano misma de Gil respecto a la de sus ayudantes e incluso se ha querido aislar la obra de uno de ellos (Wethey), todo se hace bajo su directo control. En el grupo de Abraham e Isaac destaca la excelente solución del relieve, cuando en los de madera se movía con mayor dificultad. Aún queda por aclarar la razón de la elección de algunos de sus personajes, pero todo indica que hubo una mente directora que guió al artista.